El marxismo ha encontrado un campo fértil en la clase cultural de los países ricos, que lo aplica a causas que habrían desconcertado a Karl Marx que hablaba en nombre de unos obreros que siempre se negó a conocer personalmente.
Karl Marx se retorcería en su tumba de Highgate, en Londres, si pudiera ver cómo ensalzan su figura el ‘capo’ de un club comercial de países impecablemente capitalistas -el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker- y todo un cardenal de la Iglesia Católica con quien comparte apellido, el Arzobispo de Munich Reinhard Marx.
Claro que el pensador alemán, si pudiera ver todo lo que ha venido después de su muerte, es probable que no saliera de su asombro, y tendría tantos motivos de amarga decepción como de triunfalismo inesperado.
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No, sus profecías fueron implacablemente desmentidas por la historia. El proletariado industrial no se depauperó paulatinamente, creciendo más y más en el proceso, sino que fue viendo crecer su nivel de vida hasta convertirse en propietario de posesiones antes reservadas en exclusiva a la burguesía.
De hecho, en su inmensa mayoría se convirtió en burguesía, que no otra cosa es la clase media, y en su abrumadora mayoría los asalariados dejaron de ser obreros fabriles en labores alienantes y mal pagadas gracias al libre mercado y a la tecnología que propició y financió.
Tampoco acertó, más cerca en el tiempo a su época, en la idea de que el patriotismo fuera ‘superestructura’ falsa que la conciencia de clase anularía. Marx preveía el estallido, que no llegó a vivir, de la Primera Guerra Mundial pero, dijo, la guerra no llegaría a producirse porque los obreros ingleses y franceses se sentirían más fraternalmente cercanos a los proletarios alemanes que a sus compatriotas burgueses. Creo que se saben el final de esto.
Ni siquiera acertó sobre la revolución prevista. Él la esperaba en una nación muy industrializada, Gran Bretaña o su Alemania natal, un levantamiento espontáneo de los proletarios. Y fue en un imperio escasa y recentísimamente industrializado, la Rusia zarista, y no la protagonizó el proletariado. Lenin teorizó, con acierto, que las masas obreras no se iban a alzar nunca por sí solas, así que la toma del poder tendría que llevarla a cabo una ‘vanguardia revolucionaria’ compuesta por un reducido grupo de intelectuales impecablemente burgueses como él mismo.
El ‘marxismo cultural’ es lo que está detrás de esta incesante guerra tribal en la que se ha convertido la modernidad
Pero quizá su mayor sorpresa sería comprobar que, pese a todo el horror que sus ideas aportaron al mundo, el océano de sangre, la cárcel de los pueblos, la opresión y las mentiras, su esquema esencial sigue siendo el más usado por lo ideólogos de todo el mundo, muy especialmente en los países con un régimen capitalista más próspero.
Marx tuvo un comportamiento personal que hoy llevaría a la exasperación de la más moderada de las feministas, pero el esquema que aplica hoy el feminismo es precisamente el de Marx, ese binomio opresor/oprimido que exige el levantamiento del segundo para alcanzar la ‘sociedad sin clases’ (en este caso, sin sexos).
También tuvo ocasión de verter los comentarios más repugnantemente racistas, pero el moderno antirracismo se sirve de idéntico esquema. Lo mismo puede decirse del indigenismo, el inmigracionismo, todos los movimientos vinculados a los LGTBI e incluso el animalismo, que expone a las especies no humanas como el ‘proletariado animal’.
Es lo que se llama ‘marxismo cultural’, y que está detrás de esta incesante guerra tribal en la que se ha convertido la modernidad, y el que explica que el papel de víctima sea tan codiciado, de modo que en el debate público hay bofetadas por ver quién está más oprimido.
El marxismo, que se demostró errado en la Primera Guerra Mundial, engendrador de regímenes monstruosos desde 1917 y económicamente descartado por casi todo el planeta desde 1989, ha encontrado un campo fértil en la clase cultural de los países ricos, que lo aplica a causas que habrían desconcertado a aquel inquieto burgués alemán que hablaba en nombre de unos obreros que siempre se negó a conocer personalmente.