«Abundan hoy entre nosotros muchos Bolívares en versión «millennial», que prefieren la revolución a la reforma: les ha tocado vivir tiempos de abundancia excepcionales», dice Cristián Warnken: «Para tiempos de escasez e incertidumbre, necesitamos más un Bello que un Bolívar».
Don Andrés Bello, ilustre, egregio bisabuelo de piedra:
Tiembla mi pluma al dirigirle la palabra, a usted que es el hombre «de» palabra, de gramáticas y códigos límpidos y consistentes, de extremo rigor en el lenguaje y el pensamiento, en su caso íntimamente unidos. A usted se aplicaría lo que alguien dijo sobre Víctor Hugo, en el siglo XIX: «Il fut le verbe personellement» («él fue el verbo personalmente»). Usted trajo el verbo, el «logos» y la gramática a este «erial remoto y presuntuoso» (así llamó a Chile el poeta Enrique Lihn). Sin su venida a esta finis terrae tal vez solo seríamos paisaje y no país. Le escribo desde este futuro de ese mismo país del que usted, ilustre venezolano, es casi como un padre, le escribo desde un tiempo donde campea el balbuceo, el desorden mental, la anarquía disfrazada a veces de alegre performance. De la política degradada en farándula y espectáculo y griterío histérico, no palabra viva y verdadera.
Cuando la palabra y el lenguaje se degradan, avanza la anarquía. Usted sí que sabe de anarquías: les temió, huyó de ellas y nos metió hasta los huesos la atávica «pasión por el orden», tan chilena. No sé si queda algo de ella en nuestro inconsciente a estas alturas, aunque los chilenos siempre creemos que, en la última línea, cuando caminamos al borde de la cornisa, esa pasión por el orden nos salvará. Quizás por eso a veces nos embarcamos en aventuras políticas atolondradas y refundacionales, a pesar de que detestamos el caos: tal vez lo hacemos porque en el fondo, sabemos, que cuando estemos a punto de caer en el abismo, esa «pasión por el orden» vendrá a salvarnos.
Es inevitable pensar en un tiempo convulso como este en usted. Usted nos sigue penando, bisabuelo de piedra. Encontramos siempre, en su palabra y sus escritos, una luz cuando la confusión y la discordia oscurecen nuestra convivencia. El país está embarcado en una aventura constitucional de la cual todavía no podemos predecir la deriva que tendrá. Una aventura constitucional muy «sui generis», con sus luces y sombras. Todos los escenarios están abiertos. Usted sabe perfectamente que escribir una Constitución no es chacota. Estos tiempos desde donde le escribo son tiempos chacoteros, algo infantiles, a veces un poco desaforados. No es fácil imaginar un orden futuro que pueda salir de un desorden interior, intelectual, político y también verbal. ¿O es que acaso de este desorden está a punto de nacer un nuevo orden que todavía no vislumbramos pero que para que llegar a él habrá que sufrir dolores de parto? ¿Tal vez el país busca un orden más dionisíaco que apolíneo? ¿Más romántico que clásico? Usted fue en parte romántico –como hombre de su tiempo–, pero un romántico recalibrado por lo clásico. Usted sabía que lo romántico desbocado, sin límites, es inviable como fundamento en países en formación.
El verbo que más se repite en el mundo intelectual hoy es «deconstruir». ¿Pero se puede aspirar a un orden solo deconstruyendo? No creo que ese verbo le gustaría mucho a usted, que dedicaba horas a develar el orden de la sintaxis, la morfología o de las repúblicas. Usted esculpía, con prolijidad y elegancia, con estilo, las constituciones y códigos sobre metal o madera duradera; algunos piensan hoy día que los textos constitucionales son listas de deseos, anhelos y derechos, como las listas de supermercado o las cartas al Viejo Pascuero.
En un artículo publicado en El Araucano en 1833 y comentando el recién creado texto constitucional de 1833, usted afirmaba: «La gran convención ha concluido ya la reforma del código fundamental de 1828, y creemos que, si sus trabajos no satisfacen todos sus deseos, se confesará a lo menos que han mejorado mucho el sistema de administración […] No se encuentran en él aquellos principios de frenesí que la licencia acataba con ofensa de la justicia y con mengua de la verdadera libertad. No hay teorías inaplicables a las circunstancias del país, sino reglas ciertas y claras para administrar los intereses públicos. El objeto de los reformadores ha sido afianzar para siempre la prosperidad común estableciendo una administración sólida, que al mismo tiempo pueda llenar sus deberes con facilidad, le sea imposible ofender impunemente los derechos de los chilenos». ¿Podremos decir lo mismo del texto constitucional del 2022 que nuestra Convención propondrá en junio a los chilenos para ser aprobado o rechazado? Vale la pena detenerse en sus palabras: los países, las constituciones, la democracia se tejen a través del tiempo; no borrando o deshaciendo lo ya tejido, sino recomenzando desde el punto al que nuestros antepasados llegaron. Eso se llama cortesía y gratitud con el pasado, tan olvidadas hoy.
Usted afirma en el texto recién citado –a propósito de la Constitución de 1833 recién terminada– «si sus trabajos no satisfacen todos sus deseos». Ningún texto constitucional puede cumplir los deseos de todos. Freud –un conocedor del siquismo humano que usted no alcanzó a conocer– se refirió a ese combate que tenemos todos los días entre el «principio del deseo» y el «principio de realidad»: la madurez consiste en entender que no siempre triunfará el deseo, y que la realidad inevitablemente nos impondrá límites que tendremos que aceptar con estoica resignación. El día en que nos damos cuenta de aquello, muere en nosotros el adolescente que fuimos. Hay países que –confundiendo sus deseos con la realidad– permanecen en un estado adolescente por mucho tiempo. En nuestra América Latina eso es frecuente. Y hoy, en nuestro país, estamos en un momento adolescente, juvenil, pero la realidad tarde o temprano vendrá a golpear nuestra puerta. Y una Constitución que quiera persistir en el tiempo debiera equilibrar nuestros legítimos deseos con los límites de nuestra realidad.
Unas líneas más adelantes, en el mismo texto suyo que acabo de citar, usted afirma que «no se encuentran en él [el texto constitucional de 1833] aquellos principios de frenesí que la licencia acataba con ofensa de la justicia y con mengua de la verdadera libertad». Hoy parecemos desbordados por ese «frenesí»: identitario, refundacional, etcétera. Tiene distintos rostros y manifestaciones, pero revela algo de nuestro estado de ánimo profundo: lo irracional, lo pulsional, lo emocional parecen predominar sobre lo racional y reflexivo. «Por la razón o la fuerza», dice nuestro escudo nacional: corremos el peligro –si no sabemos darle deriva y cauce a esa lava de anhelos, deseos, molestias, dolores y deudas varias– de que este devenga en «por la irracionalidad o la fuerza». Usted sabe lo que pasa con las naciones, cuando se rompe la delgada capa de racionalidad que nos separa de nuestras pulsiones primarias: usted vio el desfonde de tantas repúblicas de Sudamérica en el complejo proceso de emancipación e Independencia. Usted nos advierte de como esos «principios de frenesí» ponen en peligro la justicia y la verdadera «libertad». Y nos enseña que libertad no es libertinaje. ¡Cómo nos ha costado vivir la libertad en nuestro continente, cómo rápidamente la confundimos con anarquía y cómo la hemos sacrificado tantas veces por estas otras palabras: la «igualdad» o, en el extremo contrario, el orden!
Usted sabía que la gran síntesis alquímica que deben hacer los pueblos cuando quieren construir un pacto social y duradero es la de la libertad con el orden. Orden que es mucho más que solamente orden público, pues –y usted nos lo enseñó– el orden que no es espiritual, intelectual y gramatical (el lenguaje es fundamental para el orden del pensamiento) es un falso orden, un orden incompleto. Nuestro desorden intelectual y político tiene mucho que ver con el deterioro del lenguaje entre nosotros, el descuido de la palabra que hace que hoy campee la habladuría sobre el genuino decir. Nos han sobrado Bolívares y han escaseado Bellos en nuestra América Latina. Yo sé del aprecio que tenía por Bolívar, ese «general en su laberinto», pero también de sus diferencias con él, de la necesidad de distanciarse de ese fuego ardiente que tantas veces nos ha quemado en la historia. Tal vez porque él era un «señorito», un «pituco» diríamos hoy, que creció en cuna de ora y usted, en cambio, padeció pellejerías y carencias, y todo le costó mucho esfuerzo y trabajo. Los «señoritos» que no han vivido en la escasez mal pueden valorar el orden que, cuando falta, perjudica a los más necesitados.
Abundan hoy entre nosotros muchos Bolívares en versión «millennial» (me costaría mucho explicarle bien ese término, don Andrés), que prefieren la revolución a la reforma: les ha tocado vivir tiempos de abundancia excepcionales que tal vez nunca más se repetirán en estos lares, pero no tienen conciencia de la fragilidad de todo. Para tiempos de escasez e incertidumbre, necesitamos más un Bello que un Bolívar. Usted ya no está entre nosotros para guiarnos, pero dejó las semillas de su arduo y riguroso trabajo intelectual, su huella en la Constitución que ayudó a mejorar y en el Código que redactó con pluma de poeta y legislador al mismo tiempo (los poetas alguna vez fueron también legisladores).
Espero que los constituyentes de esta Convención revisen nuestra tradición constitucional y no la «ninguneen», y se den cuenta de que no siempre hay que demoler toda la casa para mejorarla, que hay cimientos que conviene rescatar, que hay suelo firme que vale la pena pisar para que los terremotos políticos (que irrumpen cada cierto tiempo) cuando lleguen no dejen todo en el suelo. De lo que se trata, finalmente, es de llegar a reglas que nos permitan vivir juntos, coexistir en este mismo paisaje, sobre esta misma tierra y afrontar los grandes desafíos, e incluso las grandes catástrofes, unidos: es, por lo demás, ante ellas, donde hemos sacado a luz nuestras mejores virtudes.
Somos hijos e hijas de una misma patria, ¿pero sabemos de verdad qué significa la palabra «patria»? Usted, que se dedicó a iluminar las palabras, a buscar su verdadero sentido, a despejar las brumas mentales (que tanto proliferan entre nosotros), usted, el despatriado, que encontró entre nosotros un lugar, nos dejó una notable reflexión sobre la «patria» que debiéramos recoger si queremos ser «felices». Solo podemos ser felices juntos, en la misma polis, como lo afirmó tan categóricamente el ilustre estagirita (Aristóteles). Y qué claro usted lo dijo, don Andrés: «No es patria por sí el solo suelo en que nacimos, o el que hemos elegido para pasar nuestra vida.; es pues nuestra patria esa regla de conducta que señala los derechos, las obligaciones, los oficios que tenemos y nos debemos mutuamente». Es decir, redactar una buena Constitución es también construir una patria común, y la patria es una «regla de conducta» que señala derechos pero también obligaciones (¡cómo se privilegia los primeros en desmedro de los segundos hoy en día!). Los derechos y obligaciones que nos «debemos mutuamente». Nos «debemos» los unos a los otros: no convirtiendo a nuestros adversarios en enemigos, no «funándonos», no «ninguneándonos»: nos «debemos», esa es verdadera «dignidad».
Es de esperar que la nueva Mesa Directiva de esta Convención entienda este espíritu que usted ayudó a hacer vibrar en esta lejana tierra, y se abandonen los intereses mezquinos y los «frenesí» de grupos, tribus, facciones, identidades particulares, para que «hacer patria» no sea una quimera. Andrés Bello, bisabuelo, padre inspirador, poeta, legislador, gramático, por favor inspire a estos jóvenes presidenta y vicepresidente de esta nueva Mesa Directiva de la Convención Constitucional. No son expertos constitucionales ni políticos avezados, pero vienen del Chile profundo que anhela un cambio, pero un cambio equilibrado, sensato, racional, no un aquelarre jacobino, y para eso nuestra nueva Constitución debe ser más bella que bolivariana, heredera de la posta de nuestra historia, no de su negación. Que la musa que lo inspiró a usted en sus magnas empresas (dirigir la Universidad de Chile, por ejemplo) los inspire también a ellos, los constituyentes, en la ardua y noble tarea que les espera en estos meses. Para que una vez terminado este largo y atribulado proceso constitucional, podamos recitar en todas las calles de Chile, estos versos suyos: «¿O más te sonreirán, Musa, los valles / de Chile afortunado, que enriquecen / rubias cosechas, y suaves frutos; / do la inocencia y el candor antiguo / con el valor y el patriotismo habitan?» ¡Que así sea!
Un abrazo, don Andrés, desde este futuro que será también un día pasado, Historia, ojalá digna de ser contada.
Desde el Jardín.
Cristián Warnken
Fuente: pauta.cl