La dictadura militar generó, apoyándose en muchos mecanismos brutales, un orden. Un régimen institucional que dio una forma a la existencia de los chilenos y trazó un camino de prosperidad para sus familias. La Concertación administró ese sistema, amplió sus libertades políticas, generó instancias de redistribución y le entregó al país 20 años que, aunque llenos de problemas, han sido los de mayor estabilidad y bienestar de su historia. Hoy ese orden se cae a pedazos, en buena medida por su propio éxito mal gestionado, y muchos celebran esta crisis como si no pudiera resultar mal. Como si todo lo que trajera el futuro fuera a ser obviamente mejor. Y como si el mecanismo de origen de la nueva Constitución fuera garantía de su éxito.
Pero esto es un error. Nada nos asegura un mejor futuro. Un diseño institucional carente de los balances y contrapesos necesarios, incapaz de imprimirle a nuestra vida política ritmos y formas armónicas, simplemente nos hará un país pobre y frustrado. Hemos olvidado lo fácil que es que las cosas salgan mal. Estamos demasiado lejos de los días de la inflación galopante, el hambre y la carencia de todo. Pero ese mundo está a la vuelta de la esquina. Y junto con él habita la sombra de Pinochet: la promesa autoritaria, cumplida, de un shock de seguridad, crecimiento y consumo. A cualquier precio.
No sale gratis una dictadura exitosa. El 44% de 1988, luego de 17 años sangrientos, así lo atestigua. El modelo de buen tirano delineado por Jenofonte, que concentra en sí el espacio público pero entrega prosperidad privada a sus súbditos, puede funcionar. Funcionó en Chile. Y si el “nuevo Chile” no es capaz de ofrecer algo mejor, volverá a insinuarse como el gran remedio.
Después de todo, fue mucho más que el tercio histórico de derecha el que celebró en 1973 a Pinochet mandando a “los señores políticos a sus covachas”. Y siguió siendo masivo su sorprendente apoyo el 88. Pinochet también fue “pueblo”. Y eso debería ser una advertencia para quienes piensan, desde la izquierda, que el futuro les pertenece.
La izquierda que presiona por derrumbar al Presidente democrático, que desconoce los acuerdos del 15 de noviembre, que justifica el violentismo, y que quisiera escribir una Constitución propia, tiene una soga invisible al cuello. Nuevamente quieren imponerle al país un camino especulativo, que disfraza de esperanza la negligencia. Y nuevamente el resultado pueden ser la escasez y el caos que derrumban convicciones. Es caro descuidar la economía y el orden público, pero es políticamente suicida hacerlo en un país que guarda en su memoria colectiva una receta inconfesable para recuperarlos.
El retorno de Pinochet no tiene por qué ser bajo la forma de una dictadura militar. El capitalismo autoritario perfectamente podría ser restaurado democráticamente, a lo Thatcher. Tanto más profundo sería el efecto: un neoliberalismo limpio, sin desaparecidos ni torturados, llamado por las urnas.
El fantasma de Pinochet solo desaparecerá si Chile logra convertirse en un país desarrollado sin necesidad de convocar otro régimen capitalista autoritario. Ese es el gran desafío de la “generación de la dignidad”, que se cree ganadora. Y lo van perdiendo.
Fuente: ieschile.cl