El científico que perdió el Nobel por rechazar el aborto

Salud Hernández-Mora relata para SEMANA la historia del científico francés que descubrió la causa del síndrome de Down, pero se opuso al aborto. El Vaticano está a punto de canonizarlo.

No quiso que su aporte a la Humanidad supusiera la matanza de miles de niños. El francés Jérome Lejeune había descubierto en 1958 la causa del síndrome de Down, la trisonomía del par 21, y lo que pensaba que supondría un avance en favor de los niños más frágiles lo utilizaron para segarles la vida.

Nacido en 1926, considerado el padre de la genética moderna, Lejeune era el candidato favorito para alzarse con el Nobel de Medicina de 1970. Pero cometió el pecado de liderar una cruzada contra la corriente abortista que entonces alzaba vuelo tras la revolución de mayo del ‘68, y lo condenaron a quemar su prestigio en la hoguera de la falaz progresía, la del pensamiento único que domina la tierra.

Desde que descubrió que se podía conocer desde el vientre de la madre, en un control prenatal, que un bebé nacería con síndrome de Down, algunos países legitimaron el aborto y miles de mujeres alrededor del mundo interrumpieron sus embarazos de manera prematura.

Para Lejeune supuso un golpe terrible. Consideraba un “absoluto error tratar de vencer una enfermedad eliminando al paciente”. Nunca entendió que usaran un examen a las embarazadas para decidir si acababan con la vida del feto al estilo de los espartanos, que mataban a los bebés que no servirían para ser buenos soldados.

“Hoy perdí mi premio Nobel de Medicina”, escribió a su esposa en 1969, consciente de que su intervención ante la Sociedad Norteamericana de Genética, recriminando a sus compañeros por sus posiciones proaborto, sepultaba sus posibilidades de recibir el galardón que merecía. “Ustedes están transformando su instituto de salud en un instituto de muerte”, les dijo, entre otros reproches. Y nunca se lo perdonaron.

Además de perder la distinción más apreciada para un científico, dejó de recibir invitaciones para asistir a congresos médicos internacionales y fondos económicos importantes que le permitían seguir adelante con sus investigaciones sobre enfermedades mentales de origen genético. Querían silenciar una voz incómoda y evitar debates y boicots por sus posiciones a favor de la vida desde la concepción.

“A los dos meses, el niño cabría en una cáscara de nuez: enroscado, mide apenas un poco más de una pulgada (2.54 cm). Sería invisible dentro de su puño cerrado, y podría aplastarlo sin querer, incluso sin darse cuenta”, afirmaba Lejeune.

“Pero si abre la mano, está prácticamente completo, con manos, pies, órganos internos, cerebro, todo en su lugar. Todo lo que necesita es crecer. Mírelo más de cerca aun con un microscopio estándar, y podrá distinguir sus huellas dactilares. Todo lo que se necesita para establecer su identidad ya está definido.”

La marginación que sufrió de manera injusta no obstaculizó su determinación a defender las conclusiones de sus estudios como genetista. “Tú que apoyas la familia se reirán de ti, dirán que eres pasado de moda, dirán que impides el progreso de la ciencia, levantarán contra ti el estandarte de la tiranía social experimental, dirán que estas intentando ahogar la ciencia con una moralidad anticuada”, manifestaba.

Casi al final de su corta y prolífica existencia —murió a los 67 años, en 1994— el Papa Juan Pablo II le nombró a la cabeza de la Academia Pontificia de la Vida y, además de combatir el aborto, también intentó concienciar a la sociedad contra la eutanasia. “Se podría imaginar una sociedad tecnocrática en la que se matara a los viejos y a los deficientes”, predijo. “Sería, quizá, económicamente eficaz, pero estaría pervertida por un racismo tan abominable como los otros: el de los sanos contra los enfermos”.

Pese a su titánico esfuerzo, su ejemplo no solo no cundió en su Francia natal sino que hoy en día impera la posición contraria.

“Lo peor de todo el embarazo de nuestro bebé no fue el diagnóstico de síndrome de Down, sino la insistencia del cuerpo médico para que acabáramos con su vida. Cada visita al ginecólogo era un calvario”, me dice la parisina Mathilde, de 29 años, que debió cambiar varias veces de especialista hasta dar con uno que comprendía el empeño de su esposo y de ella de seguir adelante y dar a luz. “Si el médico no quiere que existan los enfermos, ¿qué sentido tiene su trabajo?”.

Fuente: semana.com